Desde el instante en que Ricardo —mejor conocido como Richi— llegó al mundo aquel 29 de junio del 2010 en Bogotá, el destino parecía tenerle escrita una historia entre gambetas, madrugadas frías y sueños dorados. Su padre, sin saberlo, selló un pacto invisible al regalarle una pequeña camiseta de fútbol el mismo día de su nacimiento. No era una prenda cualquiera; parecía tener el alma de un sueño, el murmullo de una pasión.
Desde que tuvo conciencia, Richi nunca vio el balón como un objeto inerte. Para él, el balón era un amigo. Un confidente silencioso con el que hablaba, reía, lloraba y soñaba. Correr por los parques o entre las calles bogotanas con un balón en los pies era como entrar en otro mundo donde solo existían él y su compañero de cuero. En ese universo, el tiempo se detenía y el corazón latía al ritmo del regate.
A los cuatro años, ingresó a su primera escuela de formación. No tardó en saber que no era solo un pasatiempo: el fútbol era su lenguaje, su elemento, su propósito. Los torneos crecían en intensidad, y él crecía con ellos. Pronto entendió que para volar más alto tenía que cambiar de nido. Así llegó a Fortaleza CEIF, en Cota, un club que desafiaría su cuerpo y su alma.
El nuevo camino trajo consigo el rigor de la disciplina, los viajes al amanecer, los partidos bajo la lluvia, los entrenamientos que dolían en las piernas pero templaban el espíritu. Cada partido era una prueba. Y Richi comprendió que en el fútbol, el talento abre puertas, pero lo que te sostiene es la disciplina, la humildad, la fuerza mental y sobre todo, la capacidad de levantarse después de cada caída.
Y entonces, un día cualquiera que parecía como los otros, llegó la final. No era solo un partido más, era el partido. Al sonar el pitazo final, una ola de emociones lo envolvió: calma, alegría, gratitud. Lloró, pero no de tristeza. Lloró porque en ese instante supo que cada madrugada, cada golpe, cada gota de sudor, había valido la pena.
Pero Richi no se sintió solo. Al mirar a la tribuna, vio a sus papás, Dora y Ricardo, sus eternos cómplices. Ellos habían estado siempre, con sus sacrificios silenciosos, con sus voces firmes diciendo “no te rindas”, con sus brazos dispuestos a abrazarlo en la derrota y en la gloria. Ese título no era solo suyo. Era de ellos. Era una victoria tejida en familia, con amor, entrega y fe.
Ese día, Richi entendió que el fútbol era su sueño, pero sus papás eran la fuerza que lo impulsaba. En sus ojos vio el mismo brillo que sentía en el corazón. Supo que el camino apenas comenzaba, que vendrían días duros, que el futuro no siempre sería color de rosa. Pero también supo que mientras el balón siguiera a sus pies y sus padres estuvieran ahí, su sueño de vestir la camiseta de la Selección Colombia seguía vivo, latiendo con más fuerza que nunca.
Porque hay niños que nacen con un balón, pero pocos tienen el alma para escucharlo susurrar sueños.
1 comentario:
bonito cierre de la lectura no todos tienen el sentido de escucharlo en este caso el balon pero aplicas para muchas cosas en la vida
Publicar un comentario