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lunes, 10 de febrero de 2025

# "El Guerrero del Asfalto: La Odisea de Kike y su Manada de Leones"

Era un domingo 15 de enero de 2017, en Bogotá. El reloj marcaba las 7:00 a.m., y la ciudad aún bostezaba bajo un manto gris y frío. Para muchos, era una mañana perfecta para seguir envueltos en las cobijas o para recuperarse de los estragos de alguna fiesta de comienzo de año. Pero para Kike y su intrépido grupo del Club ADES, aquella no era una excusa. Cada uno de los más de treinta integrantes era un león guerrero, un corredor con la llama del desafío en sus venas.



Fernando Prieto, Martha, Rosita, Campo Elías, Olga Campos, Martha Vanegas, el Mono Rojas, Jaime Triana, don Octavio, Wilson, Carmencita, Jhonny y muchos más conformaban la manada. Se reunían, como era costumbre, en el Edificio El Tiempo, en la avenida Jiménez con carrera Séptima. Desde allí, iniciaban su travesía dominical por la ciclovía, recorriendo la ciudad en una danza de zancadas y respiraciones profundas.

Entre ellos destacaba Julio César Trejos, amigo de infancia de Kike. El destino los había separado, pero los años los reencontraron en el Club Correcaminos y, posteriormente, en el Club ADES. Julio tenía el don de convocar y organizar entrenamientos que, cada domingo, reunían a decenas de corredores. Siempre con un punto de partida emblemático: la Plaza de Bolívar o el Edificio El Tiempo.

Kike, sin embargo, nunca hacía las cosas como los demás. Mientras sus compañeros llegaban en bus desde distintos rincones de la ciudad, él salía trotando desde su casa en el barrio Olaya antes de las 6:30 a.m. Cinco kilómetros de calentamiento que aumentaban de intensidad conforme avanzaba, para llegar al punto de encuentro sin un ápice de fatiga. Lo miraban con asombro y escepticismo.

—Son 18 kilómetros los que nos esperan —le advertían algunos.

Pero Kike solo sonreía. Para él, el cansancio era un viejo amigo que nunca le impedía ir más allá. Amaba los retos, y su espíritu indomable despertaba la admiración de sus compañeras, quienes no dudaban en tomarse fotos con él. Lo que para algunos eran excentricidades, para él eran rituales de disciplina, pequeños pasos en el camino que lo transformarían en un atleta de alto rendimiento y, con el tiempo, en un escritor que inmortalizaría cada uno de estos momentos.

A las 7:15 a.m., más de treinta corredores comenzaron la travesía, cada uno a su ritmo. Kike se mantuvo en el grupo hasta llegar a la calle 85 con Séptima, donde comenzaba el ascenso que para muchos era un muro infranqueable. Pero para él, era una invitación al éxtasis. Apenas escuchaba la palabra "ascenso", sentía un escalofrío de emoción. Era un escalador nato, un amante de las cumbres.

Mientras otros aminoraban el paso, él aceleraba. Su mirada felina escrutaba la pendiente. Miró hacia atrás, se aseguró de que no vinieran autos, y desató la tormenta. Sus piernas eran dos bólidos devorando la inclinación, adelantando ciclistas, dejando atrás a los que intentaban seguirle el paso. Cuando llegó a la cima, los pulmones le ardían, pero el alma le sonreía. Sus compañeros fueron alcanzándolo poco a poco, algunos jadeando, otros con la satisfacción de haber superado sus propios límites.



Al final, todos se hidrataron, se tomaron fotos y compartieron un desayuno en un restaurante en Patios. Las risas y abrazos sellaron la jornada, y Julio César los citó para la próxima aventura, otro domingo, otro destino, otra historia que contar.

Porque solo cuando nos atrevemos a ser y pensar diferente, logramos hazañas que otros ni siquiera imaginan.

Y tú, ¿qué estarías dispuesto a hacer diferente para marcar la diferencia en la vida de quienes te rodean?

 

lunes, 27 de enero de 2025

#"El Guardián de los Sueños y Secretos de la Bahía"


 Era una fría mañana de junio de 1982 en Bogotá, cuando los amaneceres se vestían de heladas y los copetones eran apenas un susurro en los frondosos árboles. En ese entorno gélido y bullicioso, un joven llamado Kike, de apenas 17 años, comenzaba su jornada como cuidador de carros en la bahía de la Notaría Novena, ubicada en el barrio Chicó. Aunque llevaba solo tres meses en el trabajo, su uniforme azul de paño y la cachucha de vigilancia que le había obsequiado el notario, el Dr. Joaquín Caro, eran símbolos de un sueño cumplido.

Aquel puesto, aparentemente humilde, había sido un regalo del destino. Kike recordaba con claridad el día en que, luego de innumerables intentos fallidos y bajo la insistencia de su madre, se plantó por última vez frente a la oficina del Dr. Joaquín. El notario, con su mirada severa y sus dudas, se rascó la cabeza antes de ofrecerle una oportunidad inesperada: "No hay más vacantes, pero puedes cuidar los carros de la bahía. Tendrás un contrato indefinido, un uniforme nuevo, y, quién sabe, quizás algo más".

La emoción desbordó a Kike, quien aceptó de inmediato. Con el cheque en mano que le entregó el notario, fue a un almacén de renombre y adquirió un traje Manhattan y unos zapatos de la misma marca, cumpliendo así un sueño de juventud. A partir de ese lunes 15 de marzo, Kike empezó a trabajar con orgullo, ocultando su elegante atuendo bajo la cachucha de celador.

Los días transcurrían entre propinas generosas y los saludos de los clientes, hasta que algo inusual comenzó a suceder. De pronto, lujosos Mercedes Benz llegaban en fila, entrando con velocidad al edificio contiguo a la bahía. Hombres de porte imponente, vestidos con trajes finos, bajaban de los autos y siempre saludaban a Kike con una sonrisa.

Un día, la rutina de Kike cambió radicalmente. Desde la oficina más alta del edificio, fue llamado por uno de los hombres más carismáticos que había visto jamás: Gonzalo Rodríguez Gacha, quien, con su camisa de lino blanco, botas de cuero y carriel paisa, irradiaba una mezcla de poder y misterio. Gonzalo lo miró fijamente y, tras un breve silencio, sacó un fajo de billetes de una gaveta y los colocó en el bolsillo de Kike.

"Cuida bien de mis carros, Kike", le dijo con una sonrisa que parecía esconder un secreto más grande que la ciudad misma. Aunque las palabras eran simples, algo en su tono provocaba una inquietante mezcla de fascinación y suspenso.

Esa tarde, al revisar su bolsillo, Kike descubrió con asombro que Gonzalo le había regalado cincuenta mil pesos, una suma que multiplicaba varias veces su salario mensual. Aquella fortuna inesperada le permitió disfrutar de mejores almuerzos, ropa nueva y fragancias exquisitas. Sin embargo, las palabras de Gonzalo resonaban en su mente: "Cuida bien de mis carros".

Meses después, el Dr. Joaquín lo llamó a su oficina para ofrecerle un ascenso. Pero, al mismo tiempo, una noticia estremecedora sacudió a Bogotá: Gonzalo Rodríguez Gacha, el hombre que había sido tan generoso con Kike, resultó ser uno de los narcotraficantes más buscados del país.

Kike entendió entonces el significado de aquellas palabras y de la desbordante generosidad. Reflexionó sobre las oportunidades y las elecciones que el destino pone en nuestro camino. Aunque el origen del dinero de Gonzalo había sido oscuro, Kike nunca dejó de valorar las lecciones que aprendió: la importancia de la dignidad en el trabajo, la gratitud y el esfuerzo por alcanzar las metas con integridad.

Esta historia no solo relata el encuentro entre un joven soñador y un hombre envuelto en sombras, sino que nos invita a reflexionar sobre cómo los caminos de la vida pueden cruzarse de manera inesperada, moldeando nuestro carácter y nuestras aspiraciones.

miércoles, 8 de enero de 2025

#"La Travesía Cunditolimense: La Última Escalada de Jhonny"


 El amanecer en Anapoima surgió con un manto de penumbra que envolvía al pueblo en un cálido resplandor de incertidumbre. Jhonny, un ciclista audaz y soñador, despertó a las 4:30 a.m., con el corazón cargado de temores y un sinfín de preguntas flotando en su mente. La amenaza de lluvias torrenciales, deslizamientos de tierra, y un posible paro camionero parecían conjurarse contra su regreso a Bogotá. Pero en lo más profundo de su ser, una chispa de determinación brillaba, lista para desafiar cualquier adversidad.

Antes de enfrentarse a la montaña, Jhonny recurrió a su refugio espiritual. En el silencio de la madrugada, practicó meditación y yoga, disipando las nubes de incertidumbre que ensombrecían su espíritu. En esos minutos de introspección, entendió que los temores no eran más que fantasmas de su imaginación. Reavivado, se dispuso a enfrentar la jornada que lo aguardaba.

Con el uniforme azul que infundía calma, su bicicleta impecablemente revisada, y un banano como su primera dosis de energía, partió a las 5:15 a.m. hacia el desconocido. La oscuridad inicial del camino lo obligó a encender las luces de su bici, navegando casi a ciegas mientras las sombras de la carretera jugaban con su percepción. Pero con cada pedalazo, el amanecer comenzaba a desplegar su magia, tiñendo el cielo de tonalidades cálidas y despejando su ruta.

El ascenso hacia La Mesa fue un desafío lleno de emociones encontradas. A cada curva, los recuerdos de otras épocas y antiguos amores lo invadían. La nostalgia, sin embargo, era tan efímera como el susurro del viento que empujaba su bicicleta hacia adelante. La naturaleza, en su esplendor, lo recompensaba con paisajes que parecían sacados de un cuento.

A mitad del trayecto, el destino le envió una señal peculiar: un mango rodó desde un árbol hacia sus pies, como si la montaña misma le ofreciera un tributo. Jhonny lo tomó con gratitud, y ese fruto dulce se convirtió en un impulso inesperado para sus agotadas piernas.

El punto más crítico llegó en el Alto de Mondoñedo, una serpiente de asfalto que serpenteaba hacia el cielo. La inclinación brutal y las curvas interminables pusieron a prueba no solo su cuerpo, sino su voluntad. "No puedo fallarme", pensó, aferrándose a esa idea como un ancla en medio de la tormenta.

A las 11:40 a.m., la cumbre finalmente apareció ante él, como un faro que anuncia el fin de una travesía épica. Al llegar, una lágrima furtiva rodó por su mejilla. Había conquistado la etapa más exigente de su vida ciclista, y la satisfacción era tan inmensa que todo el cansancio se desvaneció en un instante.

El descenso hacia Bogotá fue un viaje triunfal. El aire frío acariciaba su rostro, mientras su mente repasaba cada obstáculo superado, cada duda vencida. Cuando finalmente cruzó la puerta de su hogar, su madre Carmencita, lo recibió con un abrazo cálido y un almuerzo que sabía a victoria.



 La Travesía Cunditolimense no fue solo un recorrido físico; fue un espejo de la vida misma, con sus pruebas y recompensas. Jhonny aprendió que los mayores miedos son construcciones de la mente, y que solo con valentía y fe se pueden superar.

Ahora, con el sueño de conquistar el Alto de Letras en el horizonte, Jhonny sabe que este es solo el comienzo de nuevas aventuras. Porque, en el fondo, la vida es eso: una travesía donde cada kilómetro vale la pena.

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