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martes, 18 de marzo de 2025

#Domingo de Encuentros y Despedidas


 Era un domingo 16 de marzo, con el alba teñida de un azul profundo salpicado de nubes como pinceladas divinas en el cielo de Santa María del Rincón, en Soacha. La brisa matutina llevaba consigo susurros de historias olvidadas, y el aire tenía un aroma a lluvia lejana, presagio de un día inolvidable. El reloj marcaba las 6:30 a. m. cuando Kike despertó de una noche en vela. Un extraño sueño había rondado su mente: una bicicleta que volaba sobre las calles de Soacha, dejando un rastro de luz dorada. La imagen de su bicicleta playera, que su amigo Deiby le había dejado frente a la urbanización la noche anterior a las 10:44 p. m., flotaba en su mente como una premonición.

En vez de rendirse al sueño, se sumergió en su rutina matutina: meditó hasta escuchar su propia respiración como un eco en la eternidad, hizo yoga hasta sentir que flotaba, escribió hasta que la tinta se convirtió en fuego, y ejercitó su cuerpo con la convicción de un guerrero preparándose para la batalla. Sus tres misiones del día eran claras: visitar a sus amigos don Julio, su esposa Beatriz y sus hijos; luego pasar donde don Luis Hernández; y finalmente, entregar la bicicleta a su nueva dueña, Tatiana. Todo esto antes de reunirse con Linda y Juanes en casa de sus suegros.

Linda, con su amor habitual, le preparó un desayuno digno de un semidiós: chocolate caliente, huevos revueltos con un toque de magia y pan recién horneado que despedía un aroma celestial. Con energía renovada, Kike se vistió con su indumentaria de atleta y salió a trotar por la ciclovía de Soacha, decidido a cumplir su agenda. En su trayecto, se encontró con doña Elvira, una mujer de ojos centenarios y voz de brisa nocturna. Al hablarle de su libro, sintió que algo en su mirada cambiaba, como si recordara algo que nunca había leído. Prometió comprar un ejemplar, y Kike sintió que el destino se había alineado.

Al llegar a la casa de don Julio, se encontró con Henry, su hijo, quien venía de entrenar. El reencuentro fue emotivo; se abrazaron con la fuerza de quienes saben que el tiempo es solo un capricho del universo. Don Julio y Beatriz lo recibieron con la calidez de siempre y, entre onces y charlas, Kike les narró con pasión cómo llegó a escribir su primer libro. Firo, la mascota de la familia, se acercó a él con una familiaridad inusual, como si Kike trajera consigo un secreto que solo los animales pueden percibir. Beatriz, sorprendida, comentó que el perro solía ladrar a los desconocidos. Aquella conexión instantánea confirmó que Kike ya era parte de la familia. Antes de irse, les entregó un libro con una dedicatoria especial para don Julio, resaltando su disciplina como árbitro de fútbol y su ejemplo de integridad.

El reloj avanzaba implacable. Kike miró su pulsera digital: 1:30 p. m. Tendría que posponer su visita a don Luis para el día siguiente. A las 2:25 p. m. salió rumbo al barrio Teusaquillo, recorriendo casi 18 kilómetros en bicicleta. En el camino, cruzó puentes y peatonales, deslizándose con la agilidad de un alquimista sobre su escoba encantada. Había algo poético en aquella despedida con su bicicleta, como si se despidiera de un viejo amigo que guardaba mil secretos en su estructura de metal y caucho. A las 4:05 p. m., llegó al punto de encuentro y llamó a Tatiana. Al ver a la mujer que la acompañaba, Kike pensó que era su madre, pero algo en su mirada le hizo dudar. Había un misterio en su expresión, un enigma que no estaba dispuesto a resolver en ese momento.

La transacción transcurrió con una mezcla de nostalgia y alegría. Tatiana, encantada con la bicicleta, sugirió grabar un video de la entrega. Kike aprovechó para ensayar un guion de un minuto sobre su libro. Tras algunas tomas y fotos, la conexión entre ellos se fortaleció, y Tatiana prometió contactarlo para adquirir un ejemplar.

Eran las 5:15 p. m. cuando Kike se despidió. Subió a un bus del SITP hasta el centro y luego tomó un Transmilenio rumbo al 20 de Julio, desde donde abordó un alimentador que lo llevó a casa de sus suegros. Linda y Juanes lo esperaban con sonrisas cómplices. Agotado pero satisfecho, Kike se dirigió directamente a la cocina. Su estómago rugía tras la maratónica jornada de trote y ciclismo. Una generosa picada de carne, rellena, ensalada y maíz pira con gaseosa fría lo aguardaba, como un festín de reyes después de una épica batalla.

La noche cayó, y tras compartir regalos y mercado para su hija Taly y sus nietos mellizos, emprendieron el regreso a Soacha. Mientras el autobús se deslizaba por la carretera iluminada por faroles intermitentes, Kike sintió que algo grande estaba por venir. Tal vez era el cansancio, tal vez el destino.

Esa noche, Kike durmió profundamente. Al día siguiente, un nuevo reto lo aguardaba: vender tres libros a sus antiguos vecinos y amigos.

¿Lo lograría?

...Esta historia continuará.

lunes, 10 de febrero de 2025

# "El Guerrero del Asfalto: La Odisea de Kike y su Manada de Leones"

Era un domingo 15 de enero de 2017, en Bogotá. El reloj marcaba las 7:00 a.m., y la ciudad aún bostezaba bajo un manto gris y frío. Para muchos, era una mañana perfecta para seguir envueltos en las cobijas o para recuperarse de los estragos de alguna fiesta de comienzo de año. Pero para Kike y su intrépido grupo del Club ADES, aquella no era una excusa. Cada uno de los más de treinta integrantes era un león guerrero, un corredor con la llama del desafío en sus venas.



Fernando Prieto, Martha, Rosita, Campo Elías, Olga Campos, Martha Vanegas, el Mono Rojas, Jaime Triana, don Octavio, Wilson, Carmencita, Jhonny y muchos más conformaban la manada. Se reunían, como era costumbre, en el Edificio El Tiempo, en la avenida Jiménez con carrera Séptima. Desde allí, iniciaban su travesía dominical por la ciclovía, recorriendo la ciudad en una danza de zancadas y respiraciones profundas.

Entre ellos destacaba Julio César Trejos, amigo de infancia de Kike. El destino los había separado, pero los años los reencontraron en el Club Correcaminos y, posteriormente, en el Club ADES. Julio tenía el don de convocar y organizar entrenamientos que, cada domingo, reunían a decenas de corredores. Siempre con un punto de partida emblemático: la Plaza de Bolívar o el Edificio El Tiempo.

Kike, sin embargo, nunca hacía las cosas como los demás. Mientras sus compañeros llegaban en bus desde distintos rincones de la ciudad, él salía trotando desde su casa en el barrio Olaya antes de las 6:30 a.m. Cinco kilómetros de calentamiento que aumentaban de intensidad conforme avanzaba, para llegar al punto de encuentro sin un ápice de fatiga. Lo miraban con asombro y escepticismo.

—Son 18 kilómetros los que nos esperan —le advertían algunos.

Pero Kike solo sonreía. Para él, el cansancio era un viejo amigo que nunca le impedía ir más allá. Amaba los retos, y su espíritu indomable despertaba la admiración de sus compañeras, quienes no dudaban en tomarse fotos con él. Lo que para algunos eran excentricidades, para él eran rituales de disciplina, pequeños pasos en el camino que lo transformarían en un atleta de alto rendimiento y, con el tiempo, en un escritor que inmortalizaría cada uno de estos momentos.

A las 7:15 a.m., más de treinta corredores comenzaron la travesía, cada uno a su ritmo. Kike se mantuvo en el grupo hasta llegar a la calle 85 con Séptima, donde comenzaba el ascenso que para muchos era un muro infranqueable. Pero para él, era una invitación al éxtasis. Apenas escuchaba la palabra "ascenso", sentía un escalofrío de emoción. Era un escalador nato, un amante de las cumbres.

Mientras otros aminoraban el paso, él aceleraba. Su mirada felina escrutaba la pendiente. Miró hacia atrás, se aseguró de que no vinieran autos, y desató la tormenta. Sus piernas eran dos bólidos devorando la inclinación, adelantando ciclistas, dejando atrás a los que intentaban seguirle el paso. Cuando llegó a la cima, los pulmones le ardían, pero el alma le sonreía. Sus compañeros fueron alcanzándolo poco a poco, algunos jadeando, otros con la satisfacción de haber superado sus propios límites.



Al final, todos se hidrataron, se tomaron fotos y compartieron un desayuno en un restaurante en Patios. Las risas y abrazos sellaron la jornada, y Julio César los citó para la próxima aventura, otro domingo, otro destino, otra historia que contar.

Porque solo cuando nos atrevemos a ser y pensar diferente, logramos hazañas que otros ni siquiera imaginan.

Y tú, ¿qué estarías dispuesto a hacer diferente para marcar la diferencia en la vida de quienes te rodean?

 

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