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domingo, 3 de agosto de 2025

#“Richi y el Balón que Susurraba Sueños”


 Desde el instante en que Ricardo —mejor conocido como Richi— llegó al mundo aquel 29 de junio del 2010 en Bogotá, el destino parecía tenerle escrita una historia entre gambetas, madrugadas frías y sueños dorados. Su padre, sin saberlo, selló un pacto invisible al regalarle una pequeña camiseta de fútbol el mismo día de su nacimiento. No era una prenda cualquiera; parecía tener el alma de un sueño, el murmullo de una pasión.

Desde que tuvo conciencia, Richi nunca vio el balón como un objeto inerte. Para él, el balón era un amigo. Un confidente silencioso con el que hablaba, reía, lloraba y soñaba. Correr por los parques o entre las calles bogotanas con un balón en los pies era como entrar en otro mundo donde solo existían él y su compañero de cuero. En ese universo, el tiempo se detenía y el corazón latía al ritmo del regate.

A los cuatro años, ingresó a su primera escuela de formación. No tardó en saber que no era solo un pasatiempo: el fútbol era su lenguaje, su elemento, su propósito. Los torneos crecían en intensidad, y él crecía con ellos. Pronto entendió que para volar más alto tenía que cambiar de nido. Así llegó a Fortaleza CEIF, en Cota, un club que desafiaría su cuerpo y su alma.


El nuevo camino trajo consigo el rigor de la disciplina, los viajes al amanecer, los partidos bajo la lluvia, los entrenamientos que dolían en las piernas pero templaban el espíritu. Cada partido era una prueba. Y Richi comprendió que en el fútbol, el talento abre puertas, pero lo que te sostiene es la disciplina, la humildad, la fuerza mental y sobre todo, la capacidad de levantarse después de cada caída.

Y entonces, un día cualquiera que parecía como los otros, llegó la final. No era solo un partido más, era el partido. Al sonar el pitazo final, una ola de emociones lo envolvió: calma, alegría, gratitud. Lloró, pero no de tristeza. Lloró porque en ese instante supo que cada madrugada, cada golpe, cada gota de sudor, había valido la pena.

Pero Richi no se sintió solo. Al mirar a la tribuna, vio a sus papás, Dora y Ricardo, sus eternos cómplices. Ellos habían estado siempre, con sus sacrificios silenciosos, con sus voces firmes diciendo “no te rindas”, con sus brazos dispuestos a abrazarlo en la derrota y en la gloria. Ese título no era solo suyo. Era de ellos. Era una victoria tejida en familia, con amor, entrega y fe.

Ese día, Richi entendió que el fútbol era su sueño, pero sus papás eran la fuerza que lo impulsaba. En sus ojos vio el mismo brillo que sentía en el corazón. Supo que el camino apenas comenzaba, que vendrían días duros, que el futuro no siempre sería color de rosa. Pero también supo que mientras el balón siguiera a sus pies y sus padres estuvieran ahí, su sueño de vestir la camiseta de la Selección Colombia seguía vivo, latiendo con más fuerza que nunca.

Porque hay niños que nacen con un balón, pero pocos tienen el alma para escucharlo susurrar sueños.

jueves, 3 de abril de 2025

#La carrera de Kike: conquistando Monserrate con el corazón en la mano


Era un sábado 1 de abril de 2017, una mañana gris y húmeda en el barrio Olaya de Bogotá. La ciudad aún dormía bajo una llovizna tenue que susurraba sobre los tejados y humedecía el asfalto. El reloj marcaba las 4:32 a.m. cuando Kike abrió los ojos, sintiendo en el aire la energía de lo inminente. Se encomendó a Dios, meditó en silencio, anotó en su libreta sus objetivos con la precisión de un alquimista y, con cada respiración profunda, llenó sus pulmones de determinación. La montaña lo esperaba, y él no iba a fallarse a sí mismo.

Su uniforme del Club ADES era su armadura. Bebiendo su Biocros y Egolife como si fueran el elixir de los guerreros ancestrales, Kike se preparó para la batalla. A las 5:15 a.m., con la ciudad todavía sumida en sombras, cruzó el umbral de su hogar. No había buses ni autos en su ecuación; solo sus piernas, su corazón y el asfalto mojado. La Caracas se extendía ante él como un río negro y solitario. Con cada zancada, dejaba atrás el eco de su propio aliento. Pasó el Parque Tercer Milenio, se internó en La Candelaria y surgió en la Quinta de Bolívar como un espectro de la madrugada. Cuando llegó a la entrada del cerro a las 5:45 a.m., sus compañeros apenas comenzaban a calentar.


El sendero peatonal de Monserrate se alzaba imponente: 2.350 metros de ascenso, 1.605 escalones que parecían esculpidos por los dioses para probar la voluntad de los hombres. Sus compañeros partieron cinco minutos antes, convencidos de que su ventaja les garantizaría la supremacía. Pero ellos no conocían el fuego que ardía en el alma de Kike.

Con el primer paso, sintió el llamado de la montaña. La adrenalina rugió en sus venas, cada escalón se convirtió en un latido, cada inhalación en un mantra de guerra. La llovizna y el sudor se entremezclaban en su piel mientras sus piernas devoraban la piedra antigua del camino. Sus compañeros emergieron en su visión como sombras jadeantes, guerreros cansados que aún peleaban su propia batalla. Kike los alcanzó, los dejó atrás uno a uno, su determinación transformada en viento.


Los últimos 500 metros fueron una revelación. El dolor ardía en sus músculos, su corazón tamborileaba con fuerza brutal, pero su mente estaba clara como el alba. La cima lo llamaba. No había dudas, no había cansancio, solo la inexorable certeza de su victoria. Y entonces, tras 25 minutos y 20 segundos de pura entrega, Kike cruzó la meta.

Solo.

Primero.

Victorioso.

Bogotá, envuelta en la niebla matinal, se extendía ante él como un reino conquistado. Sus compañeros, aún escalando, lo miraban con una mezcla de asombro y respeto. Había borrado los cinco minutos de ventaja, desafiado el tiempo y se había encontrado a sí mismo en cada paso.

Correr Monserrate no es solo un reto físico; es un pacto con la montaña, una danza entre el cuerpo y el espíritu. Y ese día, Kike no solo conquistó la cumbre. Se conquistó a sí mismo.

 

sábado, 29 de marzo de 2025

#El Ritmo del Límite


Era una mañana gélida, un domingo 28 de marzo de 2021, cuando el alba apenas se asomaba en el horizonte del barrio Olaya. La penumbra danzaba entre los rincones del pequeño gimnasio de su casa, mientras el aire cargado de esfuerzo y metal se filtraba en sus pulmones. Afuera, el mundo despertaba con una lluvia tenue que golpeaba el vidrio de la ventana, acompañada por el trino melancólico de un par de pájaros ocultos entre los árboles.

Kike, con su camiseta azul marino empapada de sueños y su short negro gastado por incontables batallas, se detuvo ante la trotadora. Era una bestia de acero y circuitos, aguardando con impaciencia, como un viejo amigo que desafía en silencio. El panel digital brilló como un ojo omnisciente y susurró en su mente: “¿Hasta dónde llegarás hoy?”

Un pitido agudo rasgó la quietud cuando Kike encendió la máquina. Inició con un trote de 8 km/h, un ritmo acompasado, casi hipnótico. Tap-tap-tap. Sus pies descalzos golpeaban la cinta con una cadencia precisa, despertando cada fibra de su ser. Su respiración se sincronizaba con el murmullo de la lluvia, mientras su corazón marcaba el tempo de un ritual ancestral.

Pasados cinco minutos, la ambición se encendió en su pecho. Presionó el botón y la trotadora rugió en respuesta: 11 km/h. Sus piernas se alargaron en un ritmo decidido, los músculos vibraban con cada impacto. Tap-tap-tap. La realidad comenzaba a desvanecerse, convirtiéndose en un torbellino de velocidad y sensaciones. En su mente, la lluvia ya no caía afuera, sino dentro de él, purificándolo, fundiéndose con su sudor, transformándolo en algo más que un simple corredor.

El desafío le susurró al oído. “Más rápido.” Kike obedeció. Subió a 13 km/h. La trotadora tembló bajo su dominio, mientras sus zancadas se convertían en latidos de un corazón mecánico. ¡Tac-tac-tac! El aire se espesó a su alrededor. Su respiración era un vendaval, su mirada, un filo cortando la bruma. El universo se redujo a la cinta en movimiento y al eco de su propio esfuerzo.

Pero Kike no quería detenerse. Se atrevió a cruzar el umbral. 15 km/h. La trotadora rugió como una fiera despierta. Sus piernas se volvieron alas, desafiando la gravedad, desafiando los límites humanos. ¡Tac-tac-tac! Cada paso era un salto al abismo, una apuesta ciega a la resistencia del alma. El sudor ardía en sus ojos, distorsionando la realidad, fundiéndola con su delirio.

De pronto, una sombra cruzó su mente. Un presentimiento, una advertencia. Su corazón golpeaba su pecho como un tambor de guerra. “Solo un minuto más”, se prometió. Pero el tiempo se dilató, convirtiéndose en una eternidad comprimida en el estruendo de sus pasos. La trotadora vibraba al límite del colapso, como si también luchara por seguir en pie.

Y entonces, el fin llegó.

Con una exhalación temblorosa, Kike bajó la velocidad. 10 km/h. 5 km/h. 3 km/h. El mundo regresó poco a poco, deslizándose de la nebulosa de velocidad. Sus piernas temblaban, su pecho subía y bajaba con furia domada. La trotadora emitió un último pitido, como un adios solemne.

Kike se dobló sobre sus rodillas. El sudor caía al suelo, formando pequeñas constelaciones de esfuerzo. Cerró los ojos y sonrió. Había cruzado el umbral. Había tocado el límite y regresado con vida. Afuera, la lluvia seguía cayendo, pero dentro de él, un sol incandescente iluminaba su ser.

Se irguió, tomando un sorbo del elíxir de su victoria: agua Blu con Biocros, Optimus y Ego Life. Sintiendo el renacer de cada célula en su cuerpo, susurró al universo:

“Gracias, gracias, gracias... Muchísimas gracias, Dios, por otra jornada más de entrenamiento”. 

El Libro Que Despertó Al mundo Kike no se le pasaba en sus pensamientos ni en su imaginación que cuatro años después sería escritor de "Historias que inspiran la imaginación" y estuviera contando este relato. ¿Cuestión del destino? La vida encierra misterios, que a veces se mezclan con la realidad.

 

viernes, 31 de enero de 2025

#Nueve Días en la Piel del Quijote: Un Viaje Entre la Locura y la Inspiración



 Érase un 31 de enero a las 6:12 a.m., cuando la luz dorada del amanecer comenzaba a dibujar un nuevo día sobre Villa de las Bendiciones. Allí, en medio de frondosos árboles y el canto melódico de los pájaros, el tiempo parecía detenerse. Kike despertó con el cuerpo algo fatigado pero con el alma encendida. La jornada anterior había sido titánica: transportar 200 libros en una zorra no era una tarea menor. Sin embargo, esa carga no era solo de papel y tinta; cada volumen contenía un universo de ideas, historias y sueños esperando ser descubiertos.

Como cada mañana, meditó en silencio, hizo sus oraciones y pidió inspiración para escribir historias que despertaran almas. Miró el horizonte con ojos de explorador, como si esperara recibir un susurro del viento o un guiño del destino. Ese día, el reto era colosal: culminar la lectura de Don Quijote de la Mancha, una obra de 1016 páginas. Restaban 139 páginas y el desafío no era solo físico, sino también mental y espiritual.

A las 8:30 a.m., con la disciplina de un caballero en su última batalla, cronometró su tiempo. Desayunó, se hidrató y tomó tinto en pequeñas pausas estratégicas. Cada capítulo era un duelo entre la razón y la locura, un viaje por la geografía de la imaginación. La fatiga mental comenzó a asediarlo en el último tramo. Las palabras se volvían pesadas, el cansancio lo embargaba como si atravesara un desierto sin oasis a la vista. Pero Kike no se rindió. A paso lento, con la tenacidad de quien persigue una quimera, terminó su travesía en tres horas y media. Exhausto, se recostó sintiendo la mezcla de victoria y extenuación.

Al final de la tarde, con la mente más serena, desplegó el mapa incluido en el libro. Siguiendo el rastro del ingenioso hidalgo, revivió cada aventura como si las hubiera cabalgado en persona. Luego, se sumergió en la biografía de Cervantes y en la cronología de su época, comprendiendo que su lucha, como la del Quijote, no fue en vano.

El Reto de Leer Don Quijote en 9 Días

La idea de leer el Quijote en nueve días había nacido en diciembre. Kike sabía que las festividades y otros compromisos lo harían posponerlo hasta el momento adecuado. Cuando enero le dio la bienvenida, tomó la decisión de sumergirse en la lectura como un caballero que emprende su misión sagrada. Distribuyó las páginas estratégicamente: 100 páginas diarias los primeros cinco días, 125 páginas desde el sexto y, en el último día, el remate con 139 páginas. Sabía que sería la prueba más exigente.

El lenguaje complejo del siglo XVII fue un obstáculo al inicio, pero su visión estaba clara. Había preparado su mente como un atleta que visualiza la meta antes de la carrera. No se permitió distracciones. Se concentró con tal profundidad que, en ciertos momentos, sintió que entraba en la mente de Cervantes, conectando con el autor más allá del tiempo y el espacio.

Cada página era un peldaño en una escalera invisible hacia un conocimiento mayor. No había tregua, solo el placer de avanzar, de sentir la historia vibrando en sus venas. Y cuando terminó, entendió que no solo había leído un libro: había vivido una experiencia transformadora.

Las Enseñanzas del Quijote en la Vida de Kike

Don Quijote de la Mancha le dejó algo más que palabras. Fue una revelación, una brújula para la vida. Aprendió que:

  • La libertad es un valor irrenunciable.

  • La virtud y la humildad son escudos contra la adversidad.

  • Luchar por lo que uno cree es la esencia de una vida con propósito.

  • La pasión es la fuerza que mueve al mundo.

  • Nunca hay que subestimarse ni rendirse.

  • Es vital mantener los pies en la tierra sin dejar de soñar.

  • La sabiduría no solo se encuentra en los libros, sino en la honestidad y la experiencia.

  • Vivir auténticamente, sin miedo al qué dirán, es la verdadera locura lúcida.

Al cerrar el libro, Kike sonrió. Se dio cuenta de que, al igual que Don Quijote, él también era un soñador que creaba historias nacidas de la inspiración. Y sus lectores, al igual que Sancho Panza, lo acompañaban en su travesía, creyendo en su visión, riendo y reflexionando con él.

Así terminó su viaje de nueve días con el Quijote, pero al mismo tiempo, fue el comienzo de muchas otras aventuras donde la imaginación seguiría cabalgando libre por los campos de la literatura y la vida.

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