Era, un lunes 9 de diciembre, cuando el amanecer tímido comenzó a asomarse por la ventana de la casa de Kike, pintando con luces doradas los tejados y las montañas de Silvania. Kike despertó lleno de propósito, como cada día. Ese lunes tenía una misión especial: viajar a Bogotá para recoger una sorpresa que sus suegros habían preparado con cariño.
Tras realizar su rutina matinal —tres horas dedicadas a la oración, meditación, yoga, lectura, escritura y ejercicios de fortalecimiento— Kike disfrutó de un desayuno preparado por Linda, su querida esposa, que siempre le regalaba una sonrisa antes de partir. A las 7:30 a.m., con el corazón ligero y una mochila cargada de sueños, Kike se despidió de Linda y emprendió el viaje.
El camino a Bogotá estaba marcado por un denso trancón debido a las obras en la vía Sumapaz, pero Kike, lejos de impacientarse, aprovechó el momento. Deteniéndose en el parador Choriloco, encontró un banco de madera, donde el susurro del viento y el aroma de café recién hecho le invitaron a sumergirse en su libro favorito. “El tiempo perdido nunca es un tiempo perdido si lo llenamos de aprendizaje”, reflexionó mientras las páginas avanzaban.
Cuando el tráfico se despejó, Kike abordó la flota y el recorrido hacia Bogotá fluyó con inesperada rapidez. A las 10:08 a.m., llegó al municipio de Soacha. Allí, su día se transformó en una aventura de encuentros y aprendizajes. Visitó dos centros comerciales, donde logró completar dos diligencias importantes, mientras otras dos le dejaron enseñanzas: a veces, no todo lo que deseamos es lo que más nos conviene.
Luego vino la parte más cálida de la jornada: las visitas a sus amigos en el barrio Olaya de Bogotá. Esneider le pidió productos de Omnilife, don Ricardo lo invitó a almorzar pero tuvo que cancelar por un compromiso de último minuto, y Yormarly, junto a su hermano, le expresaron su deseo de visitar su casa en Silvania. En cada encuentro, Kike dejó y recibió algo valioso: palabras de ánimo, proyectos compartidos y sonrisas sinceras.
Finalmente, Kike llegó a casa de sus suegros en el barrio San José. Allí lo esperaba un banquete que hablaba de amor: gallina asada, plátano frito, verdura, arepa y una gaseosa que endulzó el momento. Era una visita corta, pues al día siguiente Kike tenía una reunión importante en la Alcaldía, pero bastó para crear recuerdos inolvidables. Entonces, llegó la gran sorpresa: sus suegros, con humildad y generosidad, le entregaron un abundante mercado de víveres y frutas. Aunque las bolsas pesaban considerablemente, Kike no conocía límites en su espíritu. “El amor pesa más que cualquier carga”, pensó mientras agradecía el gesto.
De regreso a Silvania, ya con el crepúsculo envolviendo el paisaje, Kike se cruzó con Miriam Moreno, una atleta y amiga. Conversaron sobre proyectos y sueños para el 2025, dejando en el aire la promesa de seguir construyendo juntos.
A las 7:00 p.m., Kike llegó a casa. Linda lo esperaba en la carretera, y juntos cargaron las bolsas hasta llenar la nevera y la alacena. Entre risas y palabras de gratitud, Kike sintió una revelación profunda: la verdadera abundancia no está en lo material, sino en el corazón generoso que da sin esperar nada a cambio.
Aquella noche, mientras el silencio caía sobre Silvania, Kike comprendió que su viaje no solo había sido una aventura, sino una lección de vida. Los gestos de sus suegros, las palabras de sus amigos y la presencia de Linda reafirmaron que la felicidad se multiplica cuando se comparte.