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martes, 7 de enero de 2025

#El Oasis de los Caminos


Era aún de madrugada cuando Jonny se preparaba para afrontar la cuarta etapa de la travesía Cunditolimense. Las manecillas del reloj marcaban las 5:15 a.m., y el calor inclemente de Tocaima, un municipio a 400 metros sobre el nivel del mar, ya anunciaba el desafío de un día que no sería fácil. La temperatura rozaba los 32 grados, y el itinerario había sufrido un giro inesperado por problemas de alojamiento. Pero Jonny sabía que las sorpresas, buenas o malas, eran parte del viaje.

Con su bicicleta cargada y un destino claro, emprendió el camino ondulante que lo llevaría de Tocaima, pasando por Apulo, hasta Anapoima. El amanecer era su aliado, un escudo momentáneo contra el sol despiadado. Mientras dejaba atrás las calles silenciosas de Tocaima, el recuerdo de la amabilidad de su gente contrastaba con el pequeño contratiempo que lo obligó a cambiar sus planes.

El trayecto inicial fue una danza de repechos y descensos, un calentamiento para las piernas que pronto enfrentarían desafíos mayores. Al llegar a Apulo, Jonny notó que el pueblo aún despertaba. Personas de rostros cansados vagaban por las calles, y la policía, amable pero alerta, le indicó cómo retomar la ruta principal. Una taza de café negro lo llenó de energía, y antes de continuar, tomó fotografías que inmortalizarían aquel rincón del camino.

Y entonces, comenzó la verdadera prueba. El ascenso entre Apulo y Anapoima era un coloso de 14 kilómetros, una cuesta empinada que retaba tanto al cuerpo como a la mente. Jonny, con la determinación de un guerrero, pedaleó sin tregua, sorteando el calor y el cansancio, hasta llegar a su destino.



En Anapoima lo esperaba un alivio momentáneo, aunque no exento de inconvenientes. Había asegurado la última habitación disponible en el hotel, pero tendría que esperar dos horas y media para ocuparla. Dejó su bicicleta y equipaje en custodia y decidió explorar el pueblo.

Fue entonces cuando ocurrió algo mágico. En medio de las calles urbanas, encontró un callejón que lo transportó a otra dimensión. Apenas unos pasos bastaron para abandonar lo mundano y adentrarse en un sendero encantado: un camino real escondido entre la vegetación. Jonny avanzó con cautela, sus sentidos alerta. El murmullo de las hojas y el aroma de la tierra húmeda lo envolvieron.

Descendió 500 metros, y ahí, oculto en el bosque, descubrió un tesoro: un centro de baños termales y aguas medicinales. Era un oasis en el desierto. Un anciano bonachón le explicó que por solo 5,000 pesos podría disfrutar de piscinas, un jacuzzi, y chorros de hidroterapia. Jonny no lo dudó. Sus músculos agotados agradecieron el descanso en aquellas aguas mágicas, y al salir, sintió como si una nueva energía fluyera por su cuerpo.

Revitalizado, ascendió el camino real de regreso al pueblo, donde un desayuno de tamales tolimenses, chocolate caliente y pan fresco le devolvió la fuerza. Consciente de la importancia de la hidratación, se abasteció de agua y suero antes de regresar al hotel.

En Villa de las Bendiciones, en Silvania, su madre Carmencita también se preparaba para partir hacia Bogotá. Mientras tanto, Jonny disfrutaba de la noche en Anapoima. El alumbrado navideño iluminaba las calles, y la calidez de su gente se sentía en cada rincón. Saboreó una deliciosa lasagna y un postre típico antes de retirarse a descansar.

Pero la intranquilidad lo acompañaba. Las lluvias, los derrumbes y la amenaza de un paro camionero eran fantasmas que rondaban sus pensamientos. El día siguiente prometía ser el más difícil de todos: la etapa reina. Enfrentaría a Mondoñedo desde Anapoima, un puerto de montaña de 50 kilómetros cargado de desafíos y misterios.

Jonny sabía que el camino lo pondría a prueba una vez más. Con el corazón lleno de coraje y los ojos puestos en su hogar en Bogotá, se dispuso a descansar, soñando con lo que el día siguiente podría depararle. 

....Esta historia, continuará.

jueves, 28 de noviembre de 2024

#El Sueño Revelador de Olga Romero: Un Llamado Divino en Tiempos de Pandemia


 El año 2020 llegó como un susurro sombrío, cargado de incertidumbre y miedo. Las calles de Silvania, Cundinamarca, alguna vez vivas con risas y bullicio, ahora se habían transformado en un lienzo de silencio. Fue en medio de este escenario que el corazón de Olga Romero, gestora social y soñadora incansable, sintió un llamado profundo, casi celestial, a servir.

Una tarde gris, tocó a su puerta una madre con cuatro niños. Su rostro, marcado por la desesperación, narraba una historia de hambre. Olga, conmovida, extendió un billete de 10.000 pesos, pero las palabras de la mujer resonaron como un eco en su alma: "Con esto no alcanza...". Algo dentro de ella despertó, una fuerza invisible que la impulsó a actuar.

Esa noche, mientras el mundo dormía, Olga tuvo un sueño que cambiaría su vida. En la penumbra de su mente, se revelaron las manos de Dios, enormes y luminosas, abrazando el mapamundi. Desde el centro del mundo, la bandera de Colombia se iluminaba, y dentro de ella, una flecha señalaba a Silvania. "Ayúdanos a ayudar", resonó una voz cálida y poderosa. Olga despertó con lágrimas en los ojos y una certeza ardiente en el corazón: debía ser un puente de esperanza para su gente.



Al día siguiente, convirtió su cocina en un santuario de solidaridad. Preparaba almuerzos que repartía entre las calles y la feria de ganado, donde los ojos de los necesitados buscaban consuelo. Mientras entregaba los alimentos, escuchaba sus súplicas: "Ayúdeme...". Dentro de ella, una pregunta brotaba: "¿Y quién me ayuda a mí?". Pero no tardó en darse cuenta de que la ayuda que buscaba venía del amor que daba.

Con el tiempo, su misión trascendió fronteras. Vecinos, aspirantes a cargos gubernamentales, y hasta empresarios se unieron a su causa. Entre ellos, el alcalde Ricardo Pulido y un comerciante de pimentones que, gracias a los grupos de trueque y ventas creados por Olga, había logrado exportar sus productos. Cuando este le ofreció una comisión de dos millones de pesos como muestra de gratitud, Olga respondió con humildad: "No necesito nada. Usa ese dinero para mercados; que lleguen a las manos que más lo necesitan". Así nació un tejido humano, tejido con hilos de generosidad y amor.

https://www.facebook.com/reel/250696819245570

La labor de Olga no se detuvo ahí. Su fundación Sin Fronteras comenzó a cruzar límites geográficos y emocionales, llevando alimentos, ropa y esperanza a rincones olvidados de Colombia, desde la Guajira hasta Venezuela. Cada acto de servicio era un testimonio de lo que podía lograrse cuando las manos se unían y los corazones latían al unísono.



Hoy, Olga recuerda esos días como un milagro vivido, una historia que reafirma que la solidaridad es el lazo que une a la humanidad en los momentos más oscuros. Su mensaje resuena fuerte: "Quien nació para servir, sirve para vivir".

Reflexión Final

  • La solidaridad transforma vidas.
  • El servicio a los demás es un llamado divino.
  • Juntos, somos más fuertes.

Mensaje para ti, lector:
Cuando la vida te dé la oportunidad de ayudar, hazlo. Puede ser que tu pequeño gesto sea el milagro que alguien está esperando.

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