En 1974, Antonio, un niño de seis años, vivía con sus padres jóvenes y sus dos hermanitos menores en una pequeña casita de campo. Su hogar se encontraba en una semi planicie, rodeada de lomas y montañas, a unos 45 minutos de la vía principal que conectaba con Bogotá. La topografía era típica de la cordillera Andina, donde la vida de campo resultaba tan hermosa como desafiante. La naturaleza brindaba abundantes beneficios, pero también imponía su rigor: se trabajaba "al sol y al agua".
La finca de la familia de Antonio era bendecida con tierras fértiles y un arroyo de agua fresca, que fluía como la misma vida. Vivir rodeado de montañas tenía sus ventajas; desde lo alto, se podía observar todo alrededor. En aquellos tiempos, la comunicación dependía de un simple pero efectivo lenguaje: un chiflido fuerte que todos reconocían de inmediato. "¡Ah, don Jaime está chiflando! ¿Qué querrá ahora?", se preguntaban los vecinos. Si el mensaje requería más énfasis, se usaba un grito potente que, aunque efectivo, a veces terminaba revelando más de lo necesario.
Había también un código visual: señales de color previamente acordadas. Si don Pablo no podía bajar de la loma para el almuerzo, colocaba una lona blanca para avisar a su esposa, quien vigilaba desde la distancia. La vida en el campo se regía por estas pequeñas estrategias para sobrellevar la cotidianidad, siempre en medio de risas y murmullos, como cuando don Guillermo se enteraba de que su novilla estaba comiéndose la arracacha ajena.
Las anécdotas de animales sueltos y campos devorados eran comunes, y el clima invernal no hacía las cosas más fáciles. No había carreteras transitables, solo caminos reales con diferentes condiciones: algunos con pedregales, otros con barro hasta los tobillos, pero todos compartían el mismo patrón de "subir y bajar", típico de los senderos de montaña. Andar por esos caminos era, al mismo tiempo, una delicia y una prueba de resistencia.
En uno de esos días de invierno, tras una noche de lluvia intensa, los padres de Antonio se preparaban para llevarlo a una cita médica en Bogotá. Antonio sufría de sinusitis aguda y necesitaba un control mensual. Sin dudarlo, decidieron madrugar y salir temprano, con botas altas de caucho y ropa de cambio, por si las condiciones del camino se ponían aún más difíciles.
Su padre, un hombre fuerte y vigoroso, cargó a Antonio a la espalda para evitar que el pequeño se embarrara en los tramos más fangosos. La travesía hasta la vía principal fue ardua, pero finalmente llegaron. Allí, se cambiaron de calzado y esperaron pacientemente el autobús intermunicipal que los llevaría a Bogotá.
En la ciudad, Antonio fue sometido a un tratamiento de inhalación con mascarilla, mientras su madre lo observaba con ternura. Cuando todo terminó, sintieron una alegría inmensa. Para celebrar, entraron en una panadería cercana. Antonio, fascinado, miró a través de una vitrina y vio unas grandes bolas doradas. "¿Mamita, qué es eso?", preguntó con curiosidad. "Son buñuelos, ¿quieres uno?", le respondió su madre. "¡Sí, sí!", exclamó él emocionado. No era común disfrutar de esas delicias en el campo, y Antonio saboreó su buñuelo como si fuera un verdadero tesoro.
Al terminar, se prepararon para el regreso. Cambiaron de nuevo su calzado al llegar a la base del camino real y comenzaron a subir. Ahora Antonio ya podía caminar solo, avanzando con entusiasmo por el sendero. Ese día, sus padres demostraron una vez más su amor y dedicación, sin importar las inclemencias del clima, el terreno o las largas horas de viaje. Antonio, sin importar cuántos años pasen, siempre recordará cómo su padre lo cargó en su espalda para protegerlo. Él les estará eternamente agradecido, y siempre pedirá a Dios que los bendiga.
1 comentario:
Linda historia de vida, me conmovió el corazón, me recuerda la infancia que han y hemos tenido muchísimos en la vida de campo. Felicitaciones...felicitaciones , redaccion fenomenal. Gracias.
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