Era un lunes 17 de marzo, y el reloj marcaba las 6:13 a.m. en Santa María del Rincón, Soacha. El cielo amanecía encapotado, como si estuviera tramando una historia de aquellas que solo el destino se atreve a escribir. A lo lejos, el bullicio de la ciudad despertaba con la rutina: el murmullo de la gente saliendo de sus casas, los primeros motores rugiendo y el caos inevitable en la estación San Mateo del Transmilenio, donde ingresar era toda una odisea.
Kike despertó con un plan claro: vender tres ejemplares de su libro. Sabía exactamente a quién debía encontrar ese día: Fernando, director del IDR de Soacha; don Julio y doña Dora. Pero antes, su ritual matutino era inquebrantable: lectura, escritura, meditación y oración. Luego, un desayuno preparado con amor por su amada Linda: tinto humeante, pan crujiente, calentado del día anterior y huevos revueltos. Con energía y determinación, se despidó a las 10:00 a.m. y echó a andar.
Apenas avanzó 400 metros cuando la llovizna comenzó a caer, primero como una caricia y luego con más intensidad. A paso ligero, Kike se cruzó con un viejo amigo, Wilmar, a quien no veía desde hacía 25 años. La nostalgia eclipsó la incomodidad de la lluvia mientras recordaban cómo Wilmar solía comprar en el negocio que Kike tenía en Soacha. Wilmar compartió su ambicioso proyecto de crear una enciclopedia sobre la construcción, y Kike, con su talento de redactor, no dudó en ofrecerle su ayuda. Se despidieron bajo la lluvia, que ya caía con fuerza.
Con determinación, Kike llegó al Instituto de Recreación y Deporte de Soacha. Fernando, sumido en una reunión, lo notó desde lejos y le hizo una seña: "Sígueme, siéntate, ya te atiendo". Desde su silla, Kike observaba la forma en que Fernando dirigía la reunión, su estilo pintoresco, su humor que hacía reír hasta al más serio. Al terminar, recordaron sus tiempos de atletas, cuando Fernando destacaba en el salto de vallas y Kike no perdía oportunidad de bromear con él. Entre risas y recuerdos, Fernando, aún dudando pero con una sonrisa, terminó comprando un ejemplar. Kike le dedicó el libro con palabras llenas de gratitud y admiración. Al final, se tomaron una foto y Fernando, con su toque humorístico, exclamó: "¡Te estás aprovechando de mi imagen como director del IDR!". Ambos soltaron una carcajada y se despidieron.
El viaje continuó hasta la plaza, donde buscaba a una amiga, pero no la encontró. En su lugar, se topó con don Luis Hernández, un visionario en el negocio de compra y venta de estanterías. Llevaban 15 años sin verse, y el reencuentro estuvo lleno de alegría. Don Luis, entre clientes y pedidos, compró un libro y recibió una dedicatoria cargada de reconocimiento y aprecio. Compartieron anécdotas sobre gastronomía y cocinaron con palabras recuerdos de platos inventados en su juventud. Antes de despedirse, don Luis lo sorprendió con un almuerzo abundante: sopa de cebada, arroz con fríjol, ensalada, cubio, carne y un refrescante jugo de piña. Kike, maravillado por la astucia de don Luis para los negocios, se marchó con el corazón lleno y el estómago también.
La siguiente parada fue la casa de doña Dora. Pero un problema se interponía: tres casas idénticas en la misma calle. Mientras intentaba descifrar cuál era la correcta, una figura conocida emergió del pasado. "¡Don Casallas!", exclamó Kike, sorprendido. No se veían desde hacía más de 15 años. Don Casallas, emocionado, le confesó que lo había visto días atrás en la Séptima, pero su saludo había quedado sin respuesta. "Perdóname, don Casallas, he perdido parte de la audición", explicó Kike. Con una sonrisa comprensiva, el mecánico industrial decidió comprarle un ejemplar. "¡No jodas, eres tú el autor?", exclamó sorprendido. "¡Claro que sí!", respondió Kike con el corazón latiendo de emoción. Después de una dedicatoria sentida, se despidieron con la promesa de una foto con su esposa y el libro en mano.
Finalmente, Kike llegó a la casa correcta y fue recibido con un cariñoso abrazo por doña Dora. Entre arepa, huevo y tinto, le habló de su libro. Doña Dora, sin dudarlo, lo compró. Recordaron a don Luis, su esposo fallecido, y Kike le escribió unas líneas llenas de respeto y gratitud. La jornada había sido intensa, pero aún había una última parada: el centro comercial Mercurio. Era hora de cambiar el celular de Linda. Tras hacer el trámite, Kike regresó con su hija Taly y le contó a Linda todas las aventuras del día. Con una sonrisa, le entregó el nuevo teléfono. Ella, emocionada, lo recibió con un beso y un abrazo.
Esa noche, Kike se acostó agradeciendo a la Divina Providencia y a Dios por haber estado a su lado en cada encuentro, en cada abrazo, en cada libro vendido. Mañana lo esperaba un nuevo día, nuevas aventuras y el reto de vender otro libro. ¿Qué le depararía el destino al visitar a Yorly y viajar al centro de Bogotá?
Esta historia continuará...
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