martes, 1 de octubre de 2024

Alfredo, el náufrago perdido en la ciudad

Corrían los años 80 en la bulliciosa Bogotá, una ciudad en crecimiento, con su ritmo frenético y caos característico. Alfredo, un joven de 17 años, estudiaba por las noches en el SENA, ubicado en la Avenida 30. Allí, aprendía el arte de moldear metales, estudiando la profesión de torno de 7 a 10 p.m. Los viernes, el ambiente en las calles se sentía diferente, la gente apresuraba el paso para disfrutar el fin de semana, y Alfredo no era la excepción. Sin embargo, lo que él no sabía, era que esa noche cambiaría su vida para siempre.

Después de una jornada de aprendizaje, Alfredo abordó uno de los buses que el SENA disponía para los estudiantes. Al subirse, se dejó llevar por la rutina y el cansancio. Se sentó, cerró los ojos y comenzó a meditar sobre lo aprendido. Lo que no esperaba es que el agotamiento lo venciera, quedándose profundamente dormido.

Una hora después, Alfredo despertó sobresaltado, y al observar el panorama, se dio cuenta de algo perturbador: estaba rodeado de desconocidos y el paisaje urbano que veía por la ventana no era familiar. Había tomado la ruta equivocada. En un impulso de nerviosismo, se bajó del bus sin saber dónde estaba, y fue entonces cuando empezó su odisea.

Con las calles casi desiertas, Alfredo comenzó a caminar sin rumbo. Las avenidas, que solían estar llenas de vida, ahora parecían un desierto de asfalto. Sin un reloj que le indicara la hora, y con apenas unas monedas en el bolsillo, intentó usar un teléfono público. El aparato se tragó sus últimas monedas, dejándolo incomunicado y sin opciones. La desesperación comenzó a acecharle, pero Alfredo no se dejó vencer. Se encomendó a Dios y decidió seguir caminando, buscando una salida a su encrucijada.

La noche avanzaba, y Alfredo, cansado y hambriento, encontró un parque donde se sentó en unas viejas sillas de madera. El sueño lo venció de nuevo. Cuando despertó, el sol ya asomaba en el horizonte, pero su maleta, que contenía los apuntes valiosos de sus clases, había desaparecido. Sin dinero y más perdido que nunca, Alfredo preguntó a un transeúnte dónde estaba. Para su sorpresa, se encontraba en Suba, muy lejos de su casa. El amable desconocido le explicó que necesitaría tomar tres buses para llegar a su destino.

Mientras Alfredo vagaba sin rumbo, en su hogar la preocupación crecía. Sus padres, al no saber nada de él desde la noche anterior, habían comenzado a indagar en el SENA, pero nadie sabía con certeza qué había ocurrido. La angustia empezaba a invadir sus corazones.

Con hambre y sin dinero, Alfredo entró a un supermercado Carulla. Los productos de las estanterías lo tentaban, pero sabía que no podía permitirse nada. Finalmente, sucumbió al hambre y tomó un paquete de mogollas. Desesperado, se comió una. Sin embargo, un agente de seguridad lo había estado observando. Nervioso, Alfredo intentó ocultar el paquete bajo su chaqueta, pero fue interceptado al salir. El vigilante lo llevó a la bodega del supermercado, donde lo esculcaron y encontraron el paquete robado. Alfredo intentó explicar su situación, pero sus palabras no encontraron eco. Llamaron a la policía, y en pocos minutos, Alfredo fue esposado y llevado a la estación.

En la celda, el frío y el olor a orines hacían que las horas pasaran lentas y angustiantes. Alfredo pensaba en su situación, recordando el libro de Gabriel García Márquez, Relato de un náufrago, que había leído. Así como el protagonista, Alfredo se sentía perdido en un mar de incertidumbre, con la esperanza de sobrevivir.

La noche en la estación se hizo interminable. Mientras tanto, sus padres ya habían interpuesto una denuncia por su desaparición, y la búsqueda por Alfredo se intensificaba. En la estación, los agentes le prometieron que, si el supermercado no lo denunciaba, lo dejarían libre al día siguiente. Finalmente, tras una larga espera, abrieron la celda y lo dejaron salir.

El agente Narváez, conmovido por la historia de Alfredo, decidió ayudarlo. Le ofreció comida, pero el joven, afectado por el hambre prolongada, no pudo comer. Aun así, Narváez no lo abandonó. Al final de su turno, se ofreció a llevar a Alfredo a casa, y en el camino, escucharon por la radio la noticia de un joven desaparecido, coincidentemente la misma historia de Alfredo.

Narváez, sorprendido, contactó a la central y confirmó que el joven que buscaban estaba con él. Lo llevaron al hospital para una revisión, donde fue encontrado deshidratado, pero fuera de peligro. Sus padres llegaron poco después, y el reencuentro estuvo lleno de abrazos y lágrimas de alivio.

Al día siguiente, los medios de comunicación se hicieron eco de la historia de Alfredo, el joven que había pasado dos días desaparecido en su propia ciudad. La experiencia no solo lo marcó a él, sino también a quienes lo conocieron. Alfredo aprendió que, aunque la vida puede llevarte por caminos inesperados, la clave está en no rendirse, y siempre confiar en que una mano amiga puede aparecer en el momento menos esperado.


Lecciones de vida

La historia de Alfredo nos recuerda que, ante la adversidad, no debemos darnos por vencidos. Todos tenemos un guerrero en el corazón, y siempre habrá personas dispuestas a ayudar, como el agente Narváez, quien demostró con su empatía que el servicio al prójimo es una de las virtudes más nobles.

1 comentario:

Manuel Céspedes P dijo...

Buena situación de vida, cuando el cansancio agotador y el sueño nos domina, podemos quedarnos dormidos hasta en una fiesta con orquesta y todo. Y quedarse dormido en buses de ruta es recurrente, a veces van de extremo a extremo o paradero a paradero, A mi también me dan pequeños lapsus de sueño, trato de no quedarme dormido del todo, como dice una frase popular" duermo con un ojo abierto y el otro cerrado.

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